El peso del español en el momento actual es algo innegable y creciente. Como se refleja en el interesante artículo La ciencia en nuestro idioma publicado en la web colombiana Universia, dentro de su rúbrica “Vigía del idioma”, se estima en 500 millones el número de hispanohablantes y en 130 millones, el de internautas que hacen uso del castellano como lengua principal. Eso coloca al español como el 4º idioma más utilizado, después del chino, inglés e indio, y el segundo idioma que más se estudia, después del inglés., con cerca de 15 millones de estudiantes de español en un centenar de países.
Ahora el Instituto Cervantes quiere impulsar al idioma como vehículo de transmisión de la ciencia a través de la edición del libro “El español, lengua para la ciencia y la tecnología”.
La comunicación científica pertenece casi en exclusiva al inglés, una lengua versátil, flexible, neologista, que se ha impuesto tanto en los foros escritos como en Internet.
Sin embargo, el inglés se encuentra en ocasiones con unas limitaciones inherentes a su propia esencia. Es llamativo acudir al Museo de Historia Natural de Londres y observar cómo, bajo los letreros de los nombres científicos de los dinosaurios, por ejemplo, el museo asiste al visitante ayudándole en cómo ha de pronunciar ese nombre, dado que se aparta de la fonética habitual del idioma. Esas profundas raíces grecolatinas del léxico científico son un “lastre” para el uso del inglés como vehículo de la ciencia.
Cierto que en otros aspectos, más actuales, el inglés destaca por su creatividad y se ha impuesto generando términos intraducibles al español y asumidos como tales o, como mucho, con una transliteración de su grafía: splicing, imprinting,… son algunos ejemplos de este tipo de términos que no tienen un correlato en español.
Sin embargo, se habla de papers, reviews, abstracts, hot topics,… cuando existen las publicaciones, ensayos, resúmenes, centros de interés….
¿Cómo surge un neologismo? En el citado artículo se nos muestra un interesante ejemplo de cómo el físico Murray Gell-Mann eligió la palabra quark para nombrar a las partículas elementales que él descubriera a finales del siglo XX.
“Esta palabra inventada la extrajo de la novela Finnegans Wake de James Joyce: "three quarks for Muster Mark! / Sure he has not got much of a bark / And sure any he has it’s all beside the mark" (afirma el traductor Antonio Castro Leal que "Finnegans Wake es un libro intraducible… y es que las palabras de un idioma llevan en su seno todo un pasado recóndito que es el que, con una magia maravillosa, extraía Joyce de las palabras inglesas. Pero como el pasado inmemorial de cada lengua es distinto, lo mismo que el pasado de cada raza, es imposible extraer la misma sustancia de las palabras de otra lengua").”
La misión española “Quijote” planeaba el envío de dos sondas “Hidalgo” y “Sancho” para estudiar cómo desviar la trayectoria de asteroides en peligro de colisión con la Tierra, antes de que se cancelara en 2007 por falta de fondos.
O baste recordar la importante “herencia cultural clásica” a la hora de determinar el nombre de los astros: Urano, padre de Saturno, padre de Júpiter, padre los Titanes; o las lunas de Marte, Phobos y Deimos –el miedo y el terror, hijos de Marte- invocados por su descubridor, el astrónomo estadounidense Asaph Hall, quien sugirió nombrarlas así atendiendo a su presencia en el libro XV de la Ilíada. Eris –la Discordia- arrebató a Plutón su carácter de planeta tras aparecer en el panorama científico… Y así hasta una infinidad de ejemplos de cómo las raíces culturas clásicas han servido de fuente de inspiración a los científicos.
Este otras ocasiones los científicos “beben” de otras fuentes, digamos “menos nobles”. En 2008, Ana Hilario, de la Universidad portuguesa de Aveiro, mostró buenas dosis de sentido del humor al denominar Bobmarleya gadensis a uno de los 14 poliquetos descubiertos en los volcanes de fango del Golfo de Cádiz, presentados en el I Congreso de Biodiversidad Marina, celebrado en Valencia entre los días 11 y 15 de noviembre. Los tentáculos que rodean su boca le recordaron las rastas del cantante de reggae.
En cambio, prestigiosos científicos han vistos reconocidos sus valores literarios en nuestras latitudes siendo integrados a las Academias de la Lengua. Es el caso de la astrónoma mexicana Julieta Fierro, que forma parte de la Academia Mexicana de la Lengua y el físico e historiador español José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia de la Lengua Española.
Concluye este interesante artículo con un párrafo a firmar, línea por línea:
“Debemos producir ciencia, ciencia de primerísima línea, sí, pero también, como una condición necesaria para ello, debemos introducir la ciencia hasta en el último escondrijo de la sociedad, hacer que no sea considerada como una cultura bárbara todavía no agraciada por el lenguaje escrito; lograr despertar en todas las conciencias sentimientos de angustia ante la ignorancia científica. Finalmente, la historia de la ciencia es en buena medida también una historia del lenguaje y de la nomenclatura científica, y ello no sólo en las ciencias más descriptivas, como la zoología, botánica, mineralogía, estratigrafía o geología histórica, sino también en la química, biología y física”
“este animal que gruñe con eñe de uña
es por completo intraducible.
Perdería la ferocidad de su voz
y la elocuencia de sus garras
en cualquier lengua extranjera”.
Para saber más
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